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Sólo faltó que llorara el árbitro y los recogepelotas. (Rod Laver también soltó su lagrimita). Esto se puede interpretar de dos maneras: Nadal y Federer ya son casi de la misma familia y mucho me temo que cada vez va a llorar uno por “fastidiar” al otro, je, je. Otra, que honra a un tipo que lo ha ganado todo, el que aún tenga -por encima del dinero que le sobra por las patas abajo- amor propio y se emocione cuando el público que lo ha visto ganar siempre en los últimos años grita su nombre y le alaba el ego.
Claro que también estaría la interpretación de que estos tipos son unos niñatos ricachones y caprichosos a los que cualquier decepción les pone de la llantina. Yo prefiero quedarme con una interpretación bien pensante: estar durante cuatro horas y media sudando la gota gorda para caer al final en base a tus propios errores (horrible su tercer set) hace que a uno el saco lagrimal se le abra a pierna suelta. O eso o que la novia, para motivarlo, le tiene dicho que si pierde ante Nadal esa noche no hay “ná de ná”.
Humm… tú último supuesto no vale. Él sabía que sólo podía perder o ganar. Llorar por perder… Yo a mi niño de seis años le riño si llora cuando pierde. Y más aún si se enfada.
Perder es inherente al juego, y salvo en boxeo, que algunos creen que la imbatibilidad es una cualidad y no una circunstancia, todos saben que perder o no ganar es consustancial al deporte.
Yo no me quedo más que con la anécdota. Pero a fe que la relación entre estos dos tipos empieza a ser estomagante.