Blusita Roja y los lobos
Losange Sable
3.571 palabras
Registrado en el RPI de Asturias
Maribel era una hija algo díscola. Pero desde que se había alejado de su familia mejoraron las relaciones con sus padres y se relajaron las tiranteces.
Había comenzado a estudiar Psicología en la capital provincial y vivía con otras dos jóvenes con las que había coincidido al alquilar las habitaciones de un piso, por lo que la convivencia con ellas era inexistente, lo cual satisfacía a Maribel.
Su padre, un tipo estricto, recio, seco de carnes y duro de huesos, tenía una moral chapada a la antigua a juicio de Maribel.
Durante las fiestas del pueblo, donde concurrían numerosos veraneantes, desconocidos e inidentificables en la marea humana que concitaba los festejos, su padre siempre se preocupaba por ella. El hombre era incapaz de acostarse si Maribel no había llegado a casa.
Y le pedía siempre, antes de salir de fiesta, que le dijera con quién iba, dónde tenía pensado estar y sobre qué hora pensaba volver. A Maribel este control paterno la exasperaba. Ella pensaba que a una mujer moderna no se la podía venir con las subordinaciones propias del heteropatriarcado.
Su padre estaba equivocado si pensaba que podría dictarle su forma de vestir. Porque el padre –y la madre le apoyaba– se quejaba de que su poca ropa no eran formas de vestir para una señorita que debía hacerse respetar entre salvajes embriagados.
Maribel había escuchado a ilustres señoras maduras –algo mayores que sus padres–, lesbianas y feministas, y mucho más modernas que el carca de su viejo, afirmar que las mujeres tenían derecho a vestir como quisieran sin que ningún macho tuviera que molestarla. La heterofobia y la androfobia que según su padre destilaban las declaraciones de estas ilustres señoras, Maribel no alcanzaba a verlas.
Pero en la capital Maribel se sentía a salvo del control parental. Y vestía como le daba la gana. Y los jueves, que había salida universitaria, iba adonde le daba la gana y volvía cuando le daba la gana, sin tener que informar a ningún guardián. Con el paso del tiempo aprendió a decir en la fortaleza paterna que tenía exámenes y que el fin de semana se quedaba a estudiar en la capital.
Si sospechaban que salía de noche, a Maribel le importaba poco; ella era una mujer mayor de edad, y tenía derecho a llegar a casa sola y bebida a la hora que le diera la gana.
Paco era pastor de ovejas. Su cabaña era de cien reses. Con la leche que extraía de ellas hacía un queso que había alcanzado la denominación de origen para toda la comarca y era de calidad reconocida en todo el país.
Pero debía vigilar su cabaña lanar de los ataques del lobo. El año había sido bastante aciago en cuanto a ataques de los cánidos, bien fueran lobos, bien fueran perros asilvestrados, bien todos ellos, unas veces unos y otras veces otros.
Paco, que era gregario, se sentía a gusto acudiendo a las protestas que los pastores llevaban a cabo cada fin de semana. Cortaban carreteras allí donde más daño pudieran hacer, impidiendo que los turistas, veraneantes o domingueros accedieran a parajes de inusitada belleza natural.
Protestaban para que el gobierno autonómico ejerciera controles cinegéticos sobre los lobos que atacaban a sus ganados cuando los subían al puerto a pastar, como habían hecho desde siempre, y antes que ellos, sus padres, y antes, sus abuelos y los abuelos de éstos.
Se sentían desprotegidos por la Administración que ellos también mantenían pagando impuestos. Su oficio era ancestral y se negaban a que desapareciera. Tan ancestral como la lucha que el lobo y el hombre mantienen por territorios comunes. El lobo era incapaz de entender que las ovejas tenían un dueño, y los humanos consideraban que el monte era para pasto de su ganado, que el lobo es una especie inútil que sólo hace daño sin producir nada. Los pastores serían felices si se erradicara la ancestral especie de sus montes. Pero unos ecologistas de la ciudad habían llegado para decirles en sus propias barbas que las especies autóctonas tenían derecho a vivir en sus cazaderos naturales.
Y la Administración les había escuchado. Era el signo de los tiempos. Los animales improductivos tenían derecho de cazar, matar y comer el ganado productivo que ellos mantenían con el sudor de su frente y el dinero de sus bolsillos. De nada servía que la Administración les indemnizara por cada res que los cánidos mataban. La oveja muerta dejaba de producir la leche con que hacían sus ricos quesos. Les pagaban el daño recibido pero no la merma en la producción lechera ni la pérdida de la reproducción ovina. La lana la quemaban porque nadie la compraba.
Paco, que tampoco tenía muchos estudios porque no había terminado la educación secundaria y no era rápido de entendederas, sabía que no se podía dejar campar al lobo por sus respetos: era un animal pernicioso que mataba cinco ovejas para comerse un poco de cada una.
El domingo había sido convocado por mensajería instantánea a una nueva sentada. Aunque Paco entendía mucho de su oficio, manejaba el teléfono móvil con sus aplicaciones básicas. Hasta había aprendido a hacer fotos de buena calidad para enviarlas por mensajería a los guardas forestales y evitarles subir al puerto para hacer esas mismas fotos.
Esta vez los pastores aplicaron su proverbial paciencia y cortaron la carretera con sus protestas y sus tractores cuando los forasteros tenían que volver a sus lugares de descanso. El domingo por la tarde, cuando la caravana dominical comenzaba a abandonar el parque natural, los ganaderos se plantaron y provocaron una quilométrica retención. Y esta vez no tenían pensado ceder ante las exigencias de los guardiaciviles del Seprona y los de Tráfico. El lobo había vuelto a atacar a lo largo de la semana: la manada había acabado con veintisiete reses ovinas y siete caprinas. Se citaron para sextaferiar las cunetas y ribazos con todos sus útiles, impidiendo el regreso de los urbanitas que a todo sacaban fotos y de todo se maravillaban.
El pifostio que montaron con carros y carretillas, guadañas y hoces, azadas y azadones, desbrozando a lo largo de kilómetro y medio, iba a llevar más de dos horas despejarlo a los guardiaciviles, que, vecinos de los pastores durante todo el año, y cansados de la basura, las temeridades y los excesos de los forasteros en plena naturaleza, tampoco es que se fueran a dar prisa por desalojarlos. Mientras la prensa sacaba fotos a la retención para el periódico del lunes, los extranjeros y algunos pisaaceras sacaban fotos a los pastores faenando donde realmente hacía falta por la inoperancia de la Administración regional.
Maribel había salido ese domingo por la tarde, última semana del curso universitario, aunque tenía pensado regresar a la capital durante las vacaciones. Mientras los pastores cerraban la carreterita de montaña en el valle, ella merendaba con unas amigas en una pizzería donde las trataban a las mil maravillas, porque para eso eran clientas asiduas, y si paraban allí era porque el restaurante de comida rápida estaba regentado por mujeres, y vendían utilería feminista, desde pines hasta bandanas, pasando por bolsos, camisetas y pulseras de una de las cien asociaciones surgidas al calor de las subvenciones y las regalías.
Luego, mientras comenzaba a oscurecer en la montaña y los primeros bocinazos se hacían oír por encima de la humareda provocada por la quema de la broza, Maribel había encaminado sus pasos a la zona antigua, donde convivía la juventud alegre con jóvenes inadaptados, resentidos con la sociedad que les acoge.
Allí, entre, porrito y garimba, convivían los jóvenes autóctonos y los alóctonos en el precario equilibrio que dan los malos entendidos culturales y los usos y abusos de las drogas consentidas por la sociedad.
Pasaban las diez de la noche cuando los últimos pastores recogían sus útiles y aperos de labranza y Maribel transitaba del alcohol cervecero de bajo octanaje y la marihuana a otras esencias más estimulantes. El vodka y la ketamina, a veces mezclados con cocaína y cocacola, llevaban a Maribel a un éxtasis sonriente y reconfortante. El lunes quedaba lejos, el piso quedaba más lejos, y sus inquisidores padres estaban aún más lejos.
En uno de los reservados del discobar, Maribel comenzó a morrear con un morito un tanto rudo e inexperto con sus dedos, pero tan fogoso como voluntarioso.
El chavalito, magrebí acogido por los poderes públicos, no respetaba la hora de llegada señalada por sus carceleros, mujeres la mayor parte, a las que insultaba a diario porque una mujer no puede decirle a un hombre cómo ha de comportarse. Y por el mísero sueldo que llevaban a casa, las celadoras hacían la vista gorda cuando eran increpadas por la comuna de muslimes que el Estado concentraba en centros de acogida y les dejaban campar a sus anchas. Cuando llegara, en compañía de sus amigos, escalaría la fachada y al día siguiente montaría un pifostio en la cocina porque a las doce no era hora ni de desayunar ni de comer. Y los guardiaciviles no acudirían, y el segurata, que estaba reemplazando a un compañero mientras se restablecía de una herida inciso-punzante en una nalga, tampoco haría mayor esfuerzo que pasar la página del periódico deportivo, eso sí, levantando la vista para tomar nota mental de los menas próximos a él.
Maribel metía mano en el paquete de Mahdi porque quería averiguar si era cierto que los moros calzaban mayor calibre que los negros, y acabó masturbando al extranjero que le salpicó de semen la blusita roja y escotada que le dejaba al aire el ombligo y la tripita. Una minifalda blanca tapaba los pendejos más altos, pero Mahdi había visto cinturones más anchos que esa faldita, prenda que las ilustradas señoras feministas hubieran aprobado que vistiera y que su padre sin duda habría censurado.
Paco había metido sus aperos en el remolque del todoterreno, satisfecho con la retención que habían organizado. Al final de la faena habían aparecido tres pancartas que habían sido atadas contra la hierba no incinerada que iban a transportar los carros del país tirados por modernos tractores. Pintorescas fotos lograron los turistas. Los periodistas hacía tiempo que corrieron a atajar la última edición.
Con la estrellada que asombra a todo urbanita, porque el exceso lumínico de la ciudad se la oculta cada noche, había emprendido el camino a su casa para cenar y dormir. El lunes debía madrugar para subir al puerto y ordeñar las ovejas a fin de comenzar la producción de sus quesos y almacenarlos en la cueva donde curarían. Pero aún llegó a tiempo de ver algo del fútbol en el canal de pago.
Era la una de la mañana cuando Maribel se despedía de Mahdi riendo ante las protestas del magrebí, que decía estar en forma para consumar el amor. Ella había sentido los dedos del morito maniobrar entre los pliegues de su cuevita, afeitada porque un tirón inoportuno baja de golpe la libido a cualquiera. Y después de prometerle que el viernes siguiente, si se portaba bien, quizá le diera la oportunidad de demostrar toda su hombría, había ido al baño para quitarse las bragas y ponerlas bajo el secamanos.
Mientras Paco ponía a remojo los platos de la cena, una manada de lobos se puso en camino hacia la paradina.
Mientras Maribel se calzaba las bragas en el baño, Mahdi tomaba la última con sus colegas. Maribel sintió las bragas tan calientes que decidió llevarlas en el bolso.
Salió del baño y sin dejar de mirar el teléfono, enviando mensajes con iconitos a sus amigas, enfiló la puerta del disco bar. Fuera, el relente de la noche la hizo levantar la vista al cielo urbano, sin estrellas, y sentir un repeluzno que la recorrió por fuera y por dentro. Podría coger un taxi, pero si caminaba rápida, en media hora estaría en el portal y se ahorraría casi diez euros.
Los lobos caminaban sin hacer ruido hacia la vaguada donde las ovejas de Paco pasaban la noche bajo el relente de la montaña. Paco las había recogido antes de bajar a la concentración en un corral de montaña hecho con tablas hacía tanto tiempo que muchas eran casi corcho.
Los amigos de Mahdi vieron salir la oveja con blusita roja del baño y apuraron sus cervezas para ir tras ella. Su intención era averiguar dónde vivía la chica fácil y permisiva que había puesto a su amigo como una moto.
Paco se acostaba y ponía el despertador de su móvil a las cinco y media de la mañana. Cuatro horas y media era bien poco, pero ya dormiría la siesta en la montaña. A las siete quería estar en la majada. Subiría en su todoterreno. Atrás habían quedado los tiempos en que el pastor subía andando al puerto y pasaba el verano durmiendo con su ganado y sus perros de guarda. El perro ratonero de Paco se acostó en la alfombra. Podía entrar en la casa pero aún no le estaba permitido subirse a dormir en la cama del amo.
Los menas seguían a su presa. Los lobos habían husmeado el olor del ganado menor apiñado en la vaguada de montaña a varios kilómetros de distancia y avanzaban a un trote amblado sin hacer ruido, sin apenas despegar el hocico del terreno, manteniendo el husmo que les llevaría al redil.
Maribel continuaba mandando mensajitos con emoticonos, contando lo cuquín que era Mahdi y que la cuca de Mahdi no era para tanto; era normal tirando a del montón para abajo. El mito naufragaba y ella tenía las bragas inundadas. Todo eran risas por las ocurrencias de Maribel bien pasada la una. La cuadrilla feminista de Maribel no dormía. Ni los lobos. Ni las ovejas. Ni los moros. Pero las ilustres señoras feministas, más progresistas que el padre de Maribel, llevaban durmiendo a pierna suelta en sus camas desde las diez de la noche. Sus cachorras, bien aleccionadas, se jugaban su integridad bajo sus consignas. Una mujer tiene derecho a vestir como quiera e ir por donde quiera a la hora que quiera.
El lobo más veterano caminaba delante de la manada.
Morad, uno de los amigos de Mahdi, bien cumplidos los veintidós, que había conseguido vivir en un piso de acogida tutelado por el gobierno regional, y que lamentablemente nunca encontraba trabajo, se había estado fijando toda la noche en la cordera, y caminaba delante del grupo para no perder a Maribel de vista en un cruce de cantones; todavía caminaba la zagala pendiente de la pantalla por la zona antigua. Los demás reían el simún que llevaba Morad.
Pero reían en silencio para no alertar a la concentrada Maribel, que continuaba botoneando en su móvil. En la oscuridad, el reluz de la pantalla mantenía en el husmo a los moros.
El lobo viejo se detuvo y levantó la cabeza. Mientras algunos fucilazos se dejaban ver en lontananza, olisqueó el aire fresco de la noche, y volviendo la cabeza sin fijar la vista en ninguno de sus camaradas, cambió de dirección. No había olfateado ningún perro junto al rebaño y evitó un rodeo inútil.
Maribel cruzaba ahora una plazoleta abierta entre edificios altos. Había entrado por una porticada y caminaba en línea recta pendiente de la pantalla hacia la salida que había justo enfrente. Morad hizo una seña y sus camaradas de correrías se desperdigaron bajo los soportales en penumbra, corriendo de puntillas para evitar que sus pisadas resonaran en los pórticos.
Sabían que al otro lado de la plaza cuadrangular había un parque al que las autoridades municipales le habían recortado la iluminación para ahorrar dinero al contribuyente, y que sus sueldos subieran entre un siete y un quince por ciento tras los comicios.
Los lobos habían llegado a un risco que dominaba la majada. La piara ovina se revolvió inquieta. La mente de rebaño capta peligros indefinidos sin acabar de columbrarlos. Tampoco es que tuvieran escapatoria.
Cuando Maribel llegó a la salida, al otro extremo de la plaza, y vio a Mahdi, a fe que no se sorprendió. Le reprendió por seguirla, y mientras reía para decirle que no fuera impaciente, Morad la rodeó el vientre con su brazo izquierdo y la sacó de la plazoleta llevándola en volandas hacia el parquecito, mientras con la mano derecha le taponaba la boca y las vías respiratorias.
Los lobos se desperdigaron alrededor del redil y las ovejas que estaban en el exterior comenzaron a balar y a moverse hacia el centro del rebaño, empujando a las otras.
Morad cayó sobre Maribel en un arriate del parque, más por inercia que por intención. También sin intención, la mano que la levantó, con la que le había oprimido el vientre, acabó alcanzando uno de los pechos de Maribel, mientras sentía las carnes blandas de las piernas de la muchacha rozando su pene tenso por sobre la tela del pantalón.
Quizá la intención de Morad había sido hablar con la chica, quizá su intención original hubiera sido sólo darle un susto y burlarse de su miedo, pero las nalgas de Maribel al aire, con la faldita en funciones de cinturón, dieron al traste con la poca cordura que tenía el adulto.
El primer lobo que saltó la débil empalizada fue el más veterano de todos, el que dirigía la correría. Fue saltar y caer sobre una de las ovejas con sus fauces. Ante la escasa oposición de la cordera, el lobo mordió y mordió y mordió.
Mientras Morad metía su mano entre las nalgas de Maribel y sus dedos llegaban a su vulva, la muchacha se bloqueó y quedó inerte. Mahdi recogió el teléfono de Maribel, que había escapado de sus manos. La pantalla se había rajado.
Los demás lobos de la manada hicieron lo propio y atacaron aquí y allí. Mientras las ovejas se movieran y balaran en un sindiós frenético, su instinto les impedía darse el festín que habían ido a buscar y continuaban dentelleando a diestro y siniestro, hincando los colmillos en los cuellos y desgarrando las gorjas ovinas.
Con Maribel choqueada, Morad ora manipulaba en su vulva ora babeaba sus tetas. Y sin reparar en ello había desabrochado su cinturón, desojalado el botón del pantalón y bajado la cremallera. Su pene estaba listo para hincarse entre las piernas de Maribel mientras sorbía sus pezones. Arremetió colando la verga en su vagina. Los demás, tras un primer momento de duda, rieron y celebraron la ocurrencia de su compinche. Finalmente ocurría lo que se preveía. En su cultura una mujer no detiene a un hombre. Maribel, bloqueada, continuaba inerte, inmóvil. Y ellos vieron que consentía, habida cuenta de los antecedentes mostrados esa noche.
Cuando la manada de lobos, exhaustos, dieron en terminar la carnicería, habían acabado con casi medio rebaño.
Cuando Morad se corrió, invitó a Mahdi a que entrara donde él había estado. Y éste no se lo pensó un momento. Los ojos de Maribel comenzaron a llenarse de lágrimas.
Los lobos comieron menos de lo que habían matado. Fue su instinto lo que les había llevado a matar la mitad del rebaño. Mientras comían, las demás ovejas se tranquilizaron a pocos pasos del banquete.
Mahdi terminó enseguida y dejó sitio para el siguiente. La blusita roja, desencajada, dejaba los pechos de Maribel al aire.
Cuando la manada estuvo satisfecha abandonó la majada.
Cuando los magrebíes se despacharon con Maribel, habiéndose corrido todos en su interior sin utilizar ningún tipo de protección, le tiraron el teléfono móvil junto al bolso. A pesar de que la pantalla estaba astillada, se veían varios mensajes pidiendo entre emoticonos que contara más.
Cuando Paco llegó a la majada, tras dejar su todoterreno a unos doscientos metros, iba preguntando por mensajería si ya había noticias en la prensa regional de la retención organizada el día anterior. Cuando vio la sarracina maldijo al lobo y a las autoridades, y enfadado, arrojó el teléfono al suelo, con tal suerte que golpeó en unas piedras y sólo se desportilló la pantalla, pero continuó funcionando. El mensaje en la pantalla le confirmaba que salían en la prensa regional.
Cuando Maribel acudió a la asociación feminista y contó su desdicha, las ilustres señoras feministas, tan andróginas como andrófobas, maldijeron a los hombres y a las autoridades por no velar por los derechos de la mujer. Derecho de poder llegar sola a casa a cualquier hora entre lobos.
Paco recogió el móvil, hizo fotos de la escabechina y las envió a los guardas de montaña. Tenía que seguir el protocolo para cobrar la indemnización por los daños ocasionados por el lobo en su rebaño.
A Maribel la recomendaron interponer denuncia para que identificara a los indeseables que la habían violado para que nunca, nunca más, otra joven tuviera que pasar por una cosa así.
Las ilustres señoras, muy indignadas, denunciaron la violación de M.I.S.A. en la prensa. Paco también envió fotos de sus reses muertas a la prensa. La maquinaria social que sólo se indigna cuando conoce hechos consumados estaba en marcha mientras Maribel y Paco lloraban por sus derechos no respetados.
Cuando la hecatombe que había sufrido el rebaño de Paco se publicó en la prensa digital, un simpático dejó un comentario: "En la vertiente sur de esa cordillera los pastores suben al puerto con tres mil ovejas y quince mastines. Por la noche las encierran y duermen arriba con ellas. No tienen ninguna pérdida". En la noticia de la violación de Maribel, el comentario de otro simpático fue borrado.
julio 2020