Horas extras
Losange Sable

2.599 palabras
Registrado en el RPI de Asturias

Tengo cincuenta tacos y en mi juventud me dediqué al boxeo y a otros deportes de combate. No lo hice mal. Luego me convertí en entrenador. Y tengo a gala haberlo hecho mejor. Conseguimos algunos campeonatos nacionales y un porrón de regionales.

El deporte no da para comer, así que encontré trabajo, pero está míseramente remunerado. Cosas de los convenios, que no afectan a los sueldos de los políticos, porque ellos pueden ponerse el que quieran; sólo tienen que echarle cara.

Como la manduca es lo primero, busqué otro empleo por horas. Acostumbrado a tratar con jóvenes en el gimnasio, prefiero relacionarme con niños antes que con viejos, pedí trabajo en una guardería. El día que me presenté la dueña me miró con un recelo que supo ocultar, y eso que los tatuajes sólo se me ven si estoy desnudo. Pero me dejó probar con los críos, y como tiene el ojo experto, pronto vio que los niños y yo congeniamos. Soy eso que llaman niñero.

De todas formas no había trabajo para mí en la guardería, así que empezó a llamarme algunos fines de semana para hacer de canguro, ampliando los servicios que oferta su negocio.

La mayor parte de las veces hago trabajos a domicilio. Otras, acudo a un hotel; padres que llegan a la ciudad con sus retoños y ansían unas horas para estar a solas: una buena cena y recordar que hace poco eran jóvenes bailando en una discoteca. Quienes requieren los servicios de canguro que proporciona la guardería son matrimonios sin ahogos económicos, pues los servicios a discreción no son baratos. Hay que pagarme a mí, la dueña debe obtener su beneficio industrial, y a ello hay que sumar impuestos… iva, iae…, más un porcentaje de recargo por imprevistos y porque la facturación la lleva una empresa externa junto con otro papelaje administrativo.

Pero arrastro una tara: la cara que me ponen los padres cuando llego. ¿Dejarías a tus hijas de cuatro y seis años con un desconocido cincuentón, con barba y sonrisa de empresa, durante las seis horas que van de las diez de la noche a las cuatro de la mañana?

Hay clientes que me dan largas y vuelven a llamar a la dueña. La propietaria les garantiza que soy el mejor canguro que ha empleado nunca, que tengo muchas horas de experiencia, y que sus hijos no podrían estar en manos más seguras. Una vez se le ocurrió explicar por qué y los padres llamaron a una empresa rival. Ya le dije a mi jefa: Quien da explicaciones se busca complicaciones.

Ahora es el hotel quien nos ofrece como servicio propio y cobra a sus clientes; les meten otro rejoncito más, y mi jefa factura al hotel.

Pero cuando abren la puerta y ven a un tío y no a una mujer… En cierta ocasión mi jefa me propuso ir disfrazado de payaso. Me la quedé mirando fijamente a los ojos, como si fuera el toe to toe en el centro del ring; concedió que mejor buscaba otra idea.

Ahora tengo un pequeño grupo de fieles entre los clientes de la ciudad. Son padres que llaman y piden que sea yo quien acuda.

De los hoteles sólo una vez insistieron en requerir mi presencia: eran un par de chalados más majos que las pesetas, ella ingeniera aeronáutica y él creativo en una empresa de lencería, que habían vuelto a la ciudad. Me dijeron entre risas que tuvieron que volver por deseo de sus dos hijas: querían pasar otra noche jugando con Paco.

Hago extras los viernes, sábados y vísperas de festivos. Mi jefa me manda la dirección por Telegram y me presento con mi furgoneta, donde llevo juegos variados. Cuando voy a un hotel, la mayor parte de las veces no me hacen falta. Hasta los pequeñines de dos años tienen su propia táblet. En estos casos apenas hay trabajo porque los niños quieren pantalla: o táblet o tele o consola.

Ni mis sencillos juegos de magia, que acabo enseñándoles, les emocionan. Son niños amebas. ¿Qué tal anoche?, me pregunta la jefa por chat, por si llegué tarde a casa y aún duermo. Respondo: Eran tres niños-amebas, y terminé de leer el cuentario que llevé.

Con ironía me pide que no airee lo fácil que me gano este dinero. Por supuesto que no aireo nada, pero los reparos de los padres me molestan. Hoy tienes padres nuevos, lleva la mejor de tus sonrisas, apuntala la jefa.

Y anoche llamaron padres nuevos. Tuve que ir a un hotel de las afueras; estrellada la noche y estrellado el hotel. No tenía más porque en Turismo no les dieron licencia para helipuerto.

Es una hacienda enorme, donde unos bungalós, el doble de grandes que mi piso, albergan a lo más granado de la elite económica nacional. Los niños prefieren bungaló a suite, y el hotel encantado. En ese establecimiento me conocen, y siempre han avalado mis servicios profesionales. Y ocurrió lo de siempre. Da igual que vaya recién afeitado que con barba bien recortada: gesto de horror al abrir la puerta, cara de quién es este ogro que nos han mandado, o de aquí tiene que haber un error porque pedimos un canguro y no un tipo duro. Llamaron al encargado del hotel, que se presentó enseguida. Estaría al acecho sabiendo que iba yo.

Me valoró, me ponderó, me puse colorado, y los papás que no cedían en su derecho a la duda. Dos niños rubitos como angelotes de Murillo nos miraban desde los sofás como si la cosa no fuera con ellos. Pero se les echaba encima la hora de la cena que tenían contratada y con un temor indecible, me dejaron al cargo de sus hijos. Una era niña, el otro un varoncito.

Creí que serían niños amebas, pero me confundí. Tenían ganas de jugar. Quise enseñarles unos trucos de magia, pero querían jugar ellos. No eran niños para juguetes, así que insinué algunos juegos de mesa que llevo en la furgoneta, estacionada junto al bungaló, pero ellos querían jugar. Sí, pero a qué. A algo físico, dijo la niña, que tenía los diez bien cumplidos.

Miré al jovencito, que tenía nueve años recién estrenados, y asintió con la cabeza. Está bien, dije, jugaremos a algo físico, pero mañana recordad que vosotros me lo habéis pedido y que no me habéis dejado otra opción. Ayudadme a sacar algunas cosas de la furgoneta. La noche de septiembre era calurosa, así que no corrían riesgo de enfriarse por unos minutos a la intemperie. Por la tarde había colaborado con los servicios sociales municipales en un barrio marginal, dando unas clases de boxeo a niños y jovencitos, así que el material dormía aburrido en la furgoneta. Los bungalós vecinos estaban bastante separados; no causaríamos molestias con el ruido.

Les puse guantes de ocho onzas a cada uno. Les enseñé a usar su cuerpo para defenderse. El boxeo ha sido siempre una excelente defensa personal. Empezamos practicando ataques sencillos, los directos, el cruzado, y algún gancho por darle variedad. Luego las defensas a esos ataques. Pasado un rato, y por amenizar lo que era una clase particular en toda regla, les enseñé las patadas frontal y circular. La niña lo hacía muy bien. Giraba la cadera y metía los hombros que era un primor. Encadenaba como si hubiera nacido en un gimnasio de boxeo.

El niño era algo más torpe que ella, pero en comparación con otros chicos de su edad, no lo hacía nada mal. Empecé con asaltos de minuto y medio, por evitar el tedio, pero como les gustó, les puse a trabajar dos minutos por asalto. Al cabo de una hora los críos estaban hiperactivos. Querían más. Pensé que, o los cansaba, o sus padres nos sorprenderían boxeando cuando volvieran a las cuatro de la mañana.

Decidí cansarles, así que les dije que el verdadero entrenamiento del atleta es la cultura física. Que entrenándola podrían imponer un ritmo de combate más alto. Picaron. Quisieron saber cómo se entrenan los púgiles profesionales. Aquel salón era enorme. Así que, con sofás, mesitas, cojines, y algunos elementos del baño y de las habitaciones, les preparé un circuito. Al cabo de media hora empecé a preocuparme; no podía permitir que sudaran. Si les metía mucha caña y sudaban tendría que bañarles antes de acostarlos, y entonces el baño de la jovencita podría convertirse en un problema.

Los mantuve en movimiento constante, pero a medio gas, para que no rompieran a sudar. Lo soportaron sin pestañear. Cuando se me agotaron los recursos, y las rondas, y repetían los ejercicios de saltar, girar, rodar, reptar y demás habilidades psicomotrices, les pedí que descansaran. Nanai… querían aprender a pelear "de verdad". ¡Ah…!, los combates de MMA de la tele. Como luchar en el suelo no es lo mío, se conformaron con codazos y crochets.

Vaya con los niños pijos. Estaban resultando más duros que muchos de barrio, que enseguida se cansan con su dieta basura y sin su patinete eléctrico.

Me preocupaba que el experimento se me fuera de las manos, y les recordé que no dijeran nada a sus padres de lo que habíamos estado haciendo, que me guardaran el secreto porque igual no lo aprobaban. Aunque en realidad me daba igual si presentaban una queja; hacía tiempo que tenía en mente una sesión como la de anoche. A la jefa le diría que había puesto en práctica una idea que nos diferenciaría de la competencia.

Así que, ya puestos, les enseñé a pegar. Lógicamente a las manoplas. Calculé que me aguantarían media hora más y que como estaban en pijama, una vez cansados los metería directamente en la cama. Pues la broma se alargó cosa de una hora. Pero por fin el pegar con potencia los dejó agotados. De nuevo la niña mostró unas condiciones superiores. En unos pocos intentos consiguió que sus golpes cantaran en las manoplas: plas-plas; su coordinación era excelente. Empezamos con encadenamientos sencillos y acabaron sacando series cortas.

El cansancio les llegó sin avisar. Como esos móviles viejos, que de pronto baja la batería al mínimo y se apagan de sopetón. Supongo que aguantaron por la novedad. Se emplearon a fondo, eso hay que reconocerlo. Y no se llevaron ni un golpe, objetivo principal del entrenamiento con niños.

Cuando los padres llegaron, pasadas las cuatro de la mañana, habían olvidado con quién quedaron sus hijos. Se sorprendieron cuando les abrí la puerta del bungaló, pero recobraron la memoria y fruncieron el ceño. Cuando los vieron durmiendo tan apaciblemente no lo podían creer. Era la primera vez, me dijeron, que los niños se dormían sin que ellos hubieran regresado. Siempre se marchaba la canguro dejándoles la cansina tarea de dormirlos; los niños querían saber dónde habían estado y qué habían hecho, pero ellos llegaban al hotel molidos y con ganas de dormir.

Encogí los hombros sonriendo y me fui a casa. Antes, me apeteció pasarme por un pub que cierra tarde, a charlar con algunos compañeros del gimnasio que trabajan de seguratas. La noche era tranquila, me tomé dos birras, y a las seis me fui. Cuando llegué a casa, mi mujer y mis hijos dormían tan plácidamente como aquellos dos querubines.

No eran las once cuando me despertó el teléfono de casa. Mi mujer se había ido con los niños a la playa y merodeando por la cocina descubrí, mientras el teléfono reclamaba mi atención, que me había dejado una tortilla de patata para comer. Luego me reuniría con ellos. Por supuesto que no cogí el teléfono. Prácticamente me acababa de acostar. Estaba cansado. A las once y media, en lo mejor de mi sueño, aporreaban el timbre de casa. Era mi jefa: estaba denunciado en la Policía Nacional y ella había ganado tiempo diciéndoles que debía buscar mi dirección en el fichero de la empresa. Calculaba que ya venían de camino para detenerme. Los niños estaban ingresados en el hospital en observación. ¿Qué has hecho, Paco?

Nada. Y guardé silencio mientras repasaba en mi mente la velada aún reciente en mis retinas. Quizá se hubieran dañado en una mano. Una falange rota. La verdad es que, como nada me dijeron, y como estaban rendidos, no les pregunté si les dolía algo. Quizá no tuvieran nada roto, sólo las manos hinchadas después de zurrar a las manoplas con toda la fuerza que tenían.

¿Qué les has hecho a los niños, Paco? Estamos todos denunciados… Tú, la guardería, el hotel… Allí me quieren linchar. Pero no podrán airear nada hasta que se esclarezca lo que ha pasado en el bungaló, porque ellos también están dentro de esta timba. ¿¿Qué coño les has hecho a los niños, Paco??

La jefa estaba fuera de sí, saliéndose de madre, así que me arriesgué a preguntar: ¿Pero en observación de qué…? Mi jefa me miró como si quisiera fulminarme. Mi piso es tan pequeño que el único lugar donde podía recibirla era la cocina. Yo con camiseta de tirantes y abajo sólo el pantaloncito de dormir. Mi mente no procesaba. Quería pensar en dónde estaban los cuchillos de la cocina, por si a la loca esta le daba por atacarme. Pero a la vez pensaba en los olores caseros que yo no estaba percibiendo y ella sí. Y mi olor corporal: estaba durmiendo, carajo… A qué voy a oler, si no es a hombre.

Me has arruinado, Paco de los cojones. Tendré que cerrar después de esto. Lo habías hecho tan bien hasta ahora que me confié… ¿¿Pero de qué cojones me hablas?? Me tuve que poner borde yo también. ¿Qué coño les ha pasado a los niños?

¿No lo sabes? ¿Vas a ser tan cínico de negarlo? Pero dime qué cojones he hecho. De qué se me acusa. De momento de abusos a dos menores, Paco. Me has hundido… ¿Pero qué pasó por tu mente anoche, chaval? Ahora mismo están explorando a los críos, que guardan un silencio obstinado sobre lo de anoche.

Espera un poco. De eso no hay nada, te lo juro. ¿Pues qué coño pasó anoche? Quise probar algo, les enseñé a boxear y… ¿Pero para qué te sales del guión? Espera, espera, espera un poco. ¿Cómo que les enseñaste a boxear? ¿Qué más?

Pues…, les hice un circuito. Y los cabrones de los niños no se cansaban ni pa'dios. Traté de regular su esfuerzo para que no sudaran, pero así no cansaban. Lo pasaron de puta madre, me lo dijeron ellos mismos. Les encantó, de verdad…

Mi jefa había dejado de mirarme. Se había levantado, y caminaba hacia la nevera dando pasitos muy cortos como para que no se le acabara la cocina. Espera, espera, espera… Espera un poco…

Y yo esperé. ¿Y qué más les has dicho? ¿No les dirías que no dijeran nada a sus padres? Pues igual sí, no lo recuerdo. Quizá en un momento dado les dije que si sus padres se enteraban de lo que estábamos haciendo me iban a colgar… ¡Ay, Paco de mi vida! Hay que joderse contigo, cabrón, cómo te quieren los niños, tío.

Y sí, los niños se habían negado en redondo a decir qué habíamos estado haciendo por la noche. Dijeron que se lo habían pasado como nunca, que querían repetir, y con su lenguaje pijo dijeron que lo que hicimos les había dado mucho gusto; y que Paco les había enseñado cosas de mayores. Y los padres, frenéticos, dejaron volar su imaginación… porque un tío de metro noventa y pico y casi cien kilos fue el canguro de sus hijos. Me siento víctima de sexismo.

No me han pedido disculpas. Al hotel, sí.

agosto 2019